Daniel
Alejandro Cerón
Estudiante de Ciencia Política en la
Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Colectivo de Estudios
Postcoloniales y Decoloniales (COPAL). Miembro del Colectivo de Estudios
Humanísticos TARACEA. Y, además, “profe de dibujo”, “aprendiz de agricultor” y
“entidad humana desarraigada” en la Biblioteca Ambiental y Agroecológica El
Uval.
Palabras
preliminares
En el presente escrito
desarrollo una propuesta de discusión pedagógica que preparé para la Biblioteca
Ambiental y Agroecológica El Uval (BAAU) en el marco de su escuela interna. Sin embargo, este escrito no trata la agroecología
(tema que será abordado posteriormente en otra publicación cuyo texto se
encuentra, actualmente, en proceso de desarrollo) sino que se centra en el oficio de los maestros y de las maestras concebido
este a partir de la pedagogía crítica.
Quienes hemos venido participando en el proyecto escolar de la biblioteca consideramos
de vital importancia la auto-formación de quienes dirigimos las diferentes
aulas (el aula agroecológica, el aula viajera y el aula mutante), pero además,
consideramos también de vital importancia adelantar, con los medios de que
disponemos, reflexiones críticas sobre nuestro que-hacer y producir, a partir
de esas reflexiones, ejercicios
praxeológicos de investigación socioeducativa. En el primer apartado
desarrollo algunas ideas sobre el carácter social de la educación y, en el
segundo apartado, establezco un puente entre la auto-reflexividad de las
prácticas pedagógicas y el oficio de las maestras y los maestros. En el tercer
apartado me aproximo a la pedagogía crítica freireana con el objetivo de
esbozar la especificidad de la pedagogía crítica latinoamericana para, luego,
abrir el camino hacia a una perspectiva
descolonizadora de la pedagogía y de la educación. Valga aclarar que lo que
aquí expongo no representa el pensamiento de los colectivos que confluyen en el
proyecto escolar de la BAAU (Mesa Distrital de Agricultores Urbanos, Colectivo
El Viento y Colectivo Taracea) sino que es, apenas, un insumo para la constructiva
escolaridad de dicho proyecto.(1)
La
Educación como Proceso Social
Las pedagogías críticas
aparecieron entre las décadas de los años 60's y 70's, décadas social y
políticamente agitadas en las que emergieron diferentes movimientos sociales y
contraculturales alimentados por el complejo caos-cosmos de los imaginarios modernos (Ferraz Lorenzo, 2012; Gadotti,
2014; Martínez Escárcega, 2014; Carbonell Sebarroja, 2015). En este período la
«reproducción social» y la «alienación ideológica» producidas por el sistema
capitalista moderno colonial, tanto en Europa como en la América Latina, fueron lo sufícientemente fuertes como para
provocar duros cuestionamientos a la cultura y a la educación y, así, dar
origen a todo un conjunto de movimientos intelectuales en la Universidad y en
la Escuela; al mismo tiempo, el «sueño» y la «utopía» de su superación histórica
fueron ensayados en espacios de experimentación sociocultural dando origen a
otras prácticas pedagógicas. En el campo educativo el conjunto de estas
innovaciones fueron ricas en nuevos relatos; en Europa las obras críticas de
Althusser (1989), Baudelot y Establet (1986), Bourdieu y Passeron (1981) son
los ejemplos más característicos de la imaginación sociológica de la época a
propósito de la educación y de la captura del sujeto en ella. Todos ellos
llamaron la atención sobre la determinación efectuada por la infraestructura
objetiva de la producción social sobre el conjunto de las superestructuras
subjetivas que configuran a la subjetividad y esta determinación estructural
posicionaba el sistema social por encima del sujeto despojando a este último de
toda libertad o conciencia. De ahí que las pedagogías críticas se opongan a la
negatividad sociológica de estos enfoques por considerarlos como inhabilitados
para proporcionar a nuestras sociedades los elementos racionales para su
emancipación y liberación.
En la modernidad la educación, en tanto constituye un proceso
social específico, se materializa como función social en las instituciones
educativas y, por ende, suele girar en torno al tratamiento político que el Estado
suele otorgar a los problemas socioculturales (Apple, 1986; McLaren, 1997,
2012; Giroux, 2013). Sin embargo, ya sea por la influencia decisiva que la
cultura tiene sobre la educación o por la influencia que la educación tiene
sobre la cultura, las instituciones educativas y la educación como proceso
social se encuentran directamente convocadas a desarrollar distintos saberes o
conocimientos sobre nuestros modos de existencia, sobre las formas que asumimos
o podemos llegar a asumir en nuestra existencia individual y colectiva. Pero la
investigación socioeducativa requiere
de algo más que de una con-ciencia crítica sobre los desafíos que se imponen al
proceso educativo en las instituciones del Estado; los espacios del aula aparecen ante nuestros ojos como los lugares más
indicados para poner en práctica la capacidad auto-reflexiva de las personas,
por lo tanto, para que los y las maestras reflexionemos, junto a nuestros
estudiantes, sobre las «prácticas pedagógicas» que nos vinculan en un propósito
común: aprender, digna y humanamente, el
cuidado de la vida. Pero sin una comunidad académica que esté dispuesta a
apoyar y a debatir estos ejercicios de reflexión colectiva, la investigación socioeducativa no puede
obtener mayores resultados. Si aquí comenzamos por la reflexión teórica es
porque buscamos avanzar hacia una comprensión conceptual de nuestros ejercicios
pedagógicos en la BAAU y, por lo tanto, hacia una articulación categorial de
nuestro proyecto escolar.
Ahora bien, la «educación»
podría definirse como el proceso mediante
el cual los sujetos en una determinada sociedad se integran objetiva y
subjetivamente a ella; de ahí que ella -la educación- no pueda ser concebida
como un proceso exclusivamente institucional sino como un proceso orgánico (Giroux & McLaren, 1998; Giroux, 2004, 2013;
Cerletti, 2008). En consecuencia, si se concibe la educación como un proceso de
la totalidad social, ella –la educación- debe ser pensada y practicada conforme
a la continuidad entre la formación del sujeto como «ciudadano» y la formación
del sujeto como «persona», es decir, la formación del sujeto como ser ético y
como ser político. Pero más acá de su formulación abstracta, la orientación del
proceso histórico-educativo y del hacer práctico-educativo tiene que ver
directamente con la «finalidad» que damos a ese proceso y a esa práctica. Si toda
sociedad produce valoraciones éticas y políticas sobre ese ser que somos es
porque tales valoraciones permiten a la máquina social efectuar la regulación
de sus procesos; del lugar que ocupan estas valoraciones en lo social entendemos por qué nuestra
vida común se sostiene sobre imágenes de
la vida humana a partir de las cuales nos es posible juzgar si, en efecto, los
procesos educativos van por buen o por mal camino. Las relaciones complejas
entre individualidad y colectividad, entre sociedad y naturaleza, entre lo
bueno y lo malo, etc., se encuentran aquí mediadas por los proyectos que rigen
la vida social, por las costumbres y las valoraciones que en la vida cotidiana
cultivamos (así los griegos educaban para el logos, los romanos para la consumación del orden, el medioevo para el logro del ascetismo y de la santidad, el renacimiento para la afirmación individual y la modernidad
para la productividad capitalista). A
partir de estas ideas sobre la valoración social de lo que somos y de la
educación como el proceso mediante el cual llegamos a ser lo que somos
entendemos por qué la proyección de lo
educativo, más allá de los espacios institucionales que han sido destinados
para su hacer, revela el alcance de la pedagogía crítica como praxis ético-política y de la educación como proceso
social-histórico. El problema de la «finalidad» no es, pues, una cosa
cualquiera a la que podamos dar largas, no es un asunto marginal o de segundo
orden sino que está en el inicio, en lo básico desde donde todo lo demás
adquiere una organización coherente. Que, en el caso de la BAAU esto pueda ser
planteado como cuestión transgeneracional sólo indica que es un problema de
largo aliento el cual requiere de nuestra parte el desarrollo de una conciencia
histórico-evaluativa.
La
Auto-reflexividad de las Prácticas Pedagógicas
De lo anterior se sigue que
el concepto de las «prácticas pedagógicas» para el aula agro-ecológica, el aula
viajera y el aula mutante pueda
designar, al menos en principio, la acción educativa como actividad compuesta
de estrategias para la enseñanza (comunicación entre educadores y educandos),
para la articulación socio-institucional de los saberes (estructura curricular)
y para la creación de formas existenciales susceptibles de ser articuladas al desarrollo
integral del individuo y la colectividad (el vínculo entre profesión y
personalidad) (Contreras & Contreras, 2012; Díaz Quero, 2006). Todo esto
hace de las prácticas pedagógicas conjuntos complejos de acciones que de ninguna
manera pueden confundirse –al menos desde la pedagogía crítica- con la
formación de autómatas o con la adaptabilidad del sujeto respecto del orden
social establecido; por el contrario, las prácticas pedagógicas son para
nosotros aquello que se extiende hacia la formación ética de la personalidad y
hacia la formación política de la ciudadanía, por lo tanto, hacia una Bildung integral (2) sustentada en
criterios lo suficientemente «autónomos» e «independientes» como para que la
práctica del saber pedagógico sea capaz de enriquecer la vida social mediante
la «creatividad» y la «innovación» cotidianas:
(...)
vista la práctica pedagógica como una acción dinámica y compleja, ésta debe
responder a las necesidades educativas de la sociedad actual; esto implica, que
esté en correspondencia con las necesidades e intereses de los educandos, del
contexto, de los avances de la ciencia y la tecnología y, con las políticas
educativas del país. (Contreras & Contreras, 2006, p. 197)
Esta correspondencia de las
prácticas pedagógicas con el contexto
socio-cultural en el que intervienen es lo que hace de ellas una praxis que desborda, al menos tangencialmente,
el campo educativo-institucional pues, tanto sus consecuencias como sus
distintas orientaciones ético-políticas, provienen de otros campos de la
práctica social, es decir, de campos que no son “propiamente” educativos. Como
consecuencia de esto, creemos que en la BAAU debemos considerar las prácticas
pedagógicas a partir de un enfoque de «doble vía», a saber: desde el acoplamiento interindividual de
educandos y educadores al «currículo» y desde el acoplamiento de las
instituciones a la vida cotidiana de las personas.(3)
El concepto de la «práctica
pedagógica» designa entonces la cotidianidad del proceso educativo, la
construcción práctica de dicho proceso con base en la interacción entre educados
y educadores al interior del aula. Por una parte, esta práctica establece un
nexo entre los maestros(as), el estudiantado y el saber-poder en el que dicha
relación se encuentra regulada o disciplinada por dispositivos sociales
(Zuluaga Garcés, 1999; Noguera, 2005); por otra parte, además de ese nexo y esa
regulación, la práctica pedagógica designa la centralidad de la articulación entre
enseñanza y aprendizaje en un dispositivo tripartito que vincula sexualidad,
seguridad y personalidad (Martínez Posada, 2014; Castro-Gómez, 2013). En ambos
casos las prácticas pedagógicas sólo se comprenden a partir de los núcleos
relacionales en los que se actualizan los saberes pedagógicos con los que se da
forma a la subjetividad. Adicionalmente, el profesor Michael Apple (1986) pensaba
que el currículo, en su relación con la ideología, era un elemento determinante
para aclarar el significado de las prácticas pedagógicas como concepto ya que,
en un sentido estrictamente praxeológico, la acción pedagógica debía ser
consciente de sí misma, es decir, regularse u orientarse auto-reflexivamente si
lo que buscaba era desmarcarse del espectro hegemónico que inhibía en ella la
autonomía y la creatividad. Desde nuestra perspectiva, un significado integral
para las prácticas pedagógicas conjugaría todos estos elementos en la medida en
que: por un lado, debe referirse a la formación
como meta fundamental de la pedagogía; en segundo lugar, porque debe poner el currículo en el centro mismo de sus
orientaciones críticas y; en tercer lugar, porque debe afincarse en el contexto educativo para tratarlo como el
pivote en torno del cual giran el desarrollo del proceso formativo así como la
trasformación curricular de lo social.
Para todo ello, el saber pedagógico debe actualizarse en un dispositivo signado
por la figura de un contrapoder. (4)
De lo anterior se desprende
que la interacción comunicativa sea básica o fundamental para asegurar la
dinamicidad, la flexibilidad y la creatividad de las prácticas pedagógicas de
cara a los objetivos educativos, a la intención
crítica de producir verdaderos aprendizajes significativos para los educandos
y, ¿por qué no?, también para las y los educadoras. Ahora, debe quedar claro
que la racionalización de la acción pedagógica que se busca con la
auto-reflexividad y con la dirección consciente del proceso educativo no
obedece a reglas “sagradas” sobre el quehacer pedagógico sino que, de manera
muy distinta, esa racionalización se basa en la aplicación de unos determinados principios pedagógicos susceptibles de
ser transfigurados en cada espacio de aula. No seremos nosotros quienes nos opongamos a la dinamicidad, a la flexibilidad y a la creatividad de las prácticas
pedagógicas pues sabemos que estas deben ser siempre capaces de adaptarse a
contextos socioculturales diversos, a la cotidianidad del que-hacer educativo
procurando que las estrategias de enseñanza, de comunicación pedagógica y
planificación didáctica sean enriquecedoras para todas las personas que
participan de las aulas.
Recapitulando lo que hemos
dicho hasta el momento sobre las prácticas pedagógicas diremos que tales
prácticas pueden ser traducidas en la cotidianidad del hacer educativo de tal
modo que en ellas se vea reflejada la procesualidad
vital por la que atraviesa cada una de las «aulas», cada uno de los «laboratorios»
o «talleres» que desarrollamos, cada espacio de «recreación» en el que nos
vemos inmiscuidos, cada «asamblea profesoral» en la que participamos, etc. Para
el caso de la BAAU decimos que la importancia de reflexionar teóricamente sobre
las prácticas pedagógicas descansa en el hecho de que si la orientación de
nuestro proyecto escolar es pautada por un currículo (que se deriva de la
estructuración propuesta para cada una de las aulas) y tiene como propósito fundamental
la formación humana y ciudadana de educandos y educadores en torno al cuidado
de la vida en nuestros territorios, debemos ser capaces de poder evaluar hasta
qué punto estamos cumpliendo con ese propósito o hasta qué punto no lo estamos
haciendo. «Educandos», «educadores», «currículo» y «formación» aparecen aquí
como los conceptos nodales que
analíticamente intervienen en la descripción, comprensión y explicación de
dichas prácticas.
Desde el punto de vista de la investigación socio-educativa diremos, además, que la auto-reflexividad de las prácticas pedagógicas como parte de la investigación socioeducativa constituye una exigencia del hacer educativo y, por ello, en ella la relación ética entre el «ser» y el «deber-ser» no se afinca únicamente en el cumplimiento de unas exigencias educativas pautadas por las instituciones sino que, de manera distinta, precisa de una vocación activa según la cual no es posible formar a otro o a otra si una(no) misma(mo) no se ha formado(5). Evidentemente esta auto-formación no se reduce a la adquisición de unos certificados académicos sino que exige la integralidad de una personalidad preparada para la educación, tanto en lo que respecta a las ciencias, los saberes y conocimientos como en lo que respecta al ámbito público (comunitario, popular y cuidada-no) de la proyección escolar y el ámbito privado de nuestras relaciones interpersonales.
Desde el punto de vista de la investigación socio-educativa diremos, además, que la auto-reflexividad de las prácticas pedagógicas como parte de la investigación socioeducativa constituye una exigencia del hacer educativo y, por ello, en ella la relación ética entre el «ser» y el «deber-ser» no se afinca únicamente en el cumplimiento de unas exigencias educativas pautadas por las instituciones sino que, de manera distinta, precisa de una vocación activa según la cual no es posible formar a otro o a otra si una(no) misma(mo) no se ha formado(5). Evidentemente esta auto-formación no se reduce a la adquisición de unos certificados académicos sino que exige la integralidad de una personalidad preparada para la educación, tanto en lo que respecta a las ciencias, los saberes y conocimientos como en lo que respecta al ámbito público (comunitario, popular y cuidada-no) de la proyección escolar y el ámbito privado de nuestras relaciones interpersonales.
Por otra parte, existen
distintos escenarios en los que se desarrolla el oficio del maestro(a) (por ejemplo la «escuela», el «colegio» o la
«universidad»); estos escenarios suelen ser bastante complejos, dinámicos y
dialécticos porque en ellos existen fuerzas sociales que fluctúan por dentro y
por fuera del currículo oficial (Torres, 1998; Giroux, 2004; Cerletti, 2008;
McLaren, 2012). Ahora bien, podría decirse que los propósitos fundamentales del
oficio del maestro(a) son: en primer lugar, recrear de generación en generación
las formas de vida en una cultura a través del proyecto escolar en el que se
inscribe; en segundo lugar, promover trans-formaciones culturales profundas que
afecten positivamente el entorno social (comunitario, popular o ciudadano) de
las prácticas pedagógicas y; en tercer lugar, contribuir a la formación
personal y profesional de las personas que re-crean el espacio del aula (Saldarriaga,
2002; Contreras & Contreras, 2012).
Que el oficio de los maestros y las maestras, de acuerdo con el fundamento ético-político de la dignidad humana y del cuidado de la vida común, deba ser permanentemente auto-reflexiva sólo indica que es a partir de la auto-reflexión crítica sobre nuestras propias prácticas pedagógicas que podemos esclarecernos a nosotros mismas la responsabilidad social que adquirimos al hacer lo que hacemos. Es desde esta exigencia de auto-reflexividad de donde surge la figura epistemológica del o la docente investigador(a) y, con ella, la posibilidad real y efectiva de producir ciencias, saberes y conocimientos críticos emanados desde un lugar interior al propio proceso educativo y no, como suele suceder –al menos en el ámbito de la escuela expansiva y competitiva- desde un lugar exterior a las prácticas y situaciones pedagógicas. (6)
Que el oficio de los maestros y las maestras, de acuerdo con el fundamento ético-político de la dignidad humana y del cuidado de la vida común, deba ser permanentemente auto-reflexiva sólo indica que es a partir de la auto-reflexión crítica sobre nuestras propias prácticas pedagógicas que podemos esclarecernos a nosotros mismas la responsabilidad social que adquirimos al hacer lo que hacemos. Es desde esta exigencia de auto-reflexividad de donde surge la figura epistemológica del o la docente investigador(a) y, con ella, la posibilidad real y efectiva de producir ciencias, saberes y conocimientos críticos emanados desde un lugar interior al propio proceso educativo y no, como suele suceder –al menos en el ámbito de la escuela expansiva y competitiva- desde un lugar exterior a las prácticas y situaciones pedagógicas. (6)
De acuerdo con lo anterior,
el «ser-maestro(a)» podría definirse como el
fundamento-guía de toda práctica pedagógica en la medida en que es la(el)
docente quien ofrece al estudiantado las experiencias didácticas para su
formación personal y ciudadana. A propósito de la centralidad del
ser-del-maestro(a) en el proceso educativo, Víctor Díaz Quero (2004) decía lo
siguiente:
El
docente desde el deber ser de actuación profesional, como mediador y formador,
debe reflexionar sobre su práctica pedagógica para mejorarla y/o fortalecerla y
desde esa instancia elaborar nuevos conocimientos, pues en su ejercicio
profesional continuará enseñando y construyendo saberes al enfrentarse a
situaciones particulares del aula, laboratorios u otros escenarios, donde
convergen símbolos y significados en torno a un currículo oficial y uno oculto.
(p. 89)
Con estas palabras queda
claro para nosotros que la investigación socioeducativa, concebí-da desde el punto de vista del ser-del-maestro(a), no
puede ser desarrollada si prescindimos de examinar la experiencia pedagógica y
educativa de nuestras aulas. Cabe resaltar que sien-do la educación un proceso orgánico
de integración social, la responsabilidad
ético-política en el oficio del maestro(a) consiste, antes que nada, en
proporcionar a los y las estudiantes las ciencias, los saberes y conocimientos
que les permitan asumir un rol personal y
ciudadano en el entorno vital de sus territorios y de cara a sus comunidades
así como también las experiencias y orientaciones que contribuyan a la formación de su sentido existencial como seres humanos. Por supuesto, esta es
nuestra apuesta desde la investigación socioeducativa para el logro de una integralidad pedagógica, para el
fortalecimiento de nuestra consistencia como proyecto escolar y para la
autorreflexividad de nuestro pensamiento crítico. No somos ciegas o insensibles
ante el abismo que separa lo que idealmente esperamos como maestras y maestros
y lo que estamos dispuestas a ofrecer.
Para nuestra perspectiva, la crítica de la práctica pedagógica es una de las responsabilidades fundamentales de maestras y maestros, por lo cual estas y estos deben oponerse críticamente a la experiencia del estancamiento, es decir, a la repetición estéril de una rutina que ya no provee el aprendizaje porque ya no hay en ella significación o relevancia. Cuando la práctica pedagógica se vuelve rutinaria (en cierto sentido automática) no puede más que producir autómatas, individuos sin iniciativa propia, sujetos sin autonomía intelectual, personas sin criterio de responsabilidad. Esta situación es la que nos hace correr el terrible riesgo de convertir nuestra praxis educativa, por más buenas intenciones que tenga, en una actividad superficial y sin sentido.
Para nuestra perspectiva, la crítica de la práctica pedagógica es una de las responsabilidades fundamentales de maestras y maestros, por lo cual estas y estos deben oponerse críticamente a la experiencia del estancamiento, es decir, a la repetición estéril de una rutina que ya no provee el aprendizaje porque ya no hay en ella significación o relevancia. Cuando la práctica pedagógica se vuelve rutinaria (en cierto sentido automática) no puede más que producir autómatas, individuos sin iniciativa propia, sujetos sin autonomía intelectual, personas sin criterio de responsabilidad. Esta situación es la que nos hace correr el terrible riesgo de convertir nuestra praxis educativa, por más buenas intenciones que tenga, en una actividad superficial y sin sentido.
El
Diálogo Pedagógico y la Liberación Social
Entonces, creemos imprescindible que el concepto
integral de las prácticas pedagógicas sea concebido desde el punto de vista
de una educación en derechos humanos o,
lo que debería ser lo mismo, una pedagogía
crítica de la dignidad humana. Como es sabido, los orígenes de este enfoque
educativo se remontan a los años 80's del siglo pasado (Sánchez &
Maldonado, 2000). A partir de este período se han venido desarrollando lo que
Abraham Magendzo (2008) llama las «ideas-fuerza» que orientan la formación
educativa en el campo de los derechos humanos. Por supuesto, el conjunto de las
transformaciones políticas, económicas y culturales que las sociedades han
experimentado desde aquel entonces han influido enormemente en su desarrollo; de
ahí que las corrientes intelectuales que más hayan influido en la construcción
de este enfoque o perspectiva educativa sean, en particular, la «pedagogía
freireana» y, en general, la «pedagogía crítica».
Sin embargo, como bien lo señala Magendzo, la construcción de esta perspectiva se ha producido procurándose que la práctica educativa sea la guía del pensamiento pedagógico para que este último sea, después de todo, el modo praxeológico de su retroalimentación. A razón de ello no debemos la-mentar que, hasta el momento, no exista una sistematización que le dé a la educación en derechos humanos una doctrina propia y, por lo tanto, que le dé la forma de un “pensamiento articulado”. Creemos que lo que es importante para nuestro proyecto es la posibilidad de apropiarnos de este enfoque para, de este modo, recrearlo a nuestra manera.
Sin embargo, como bien lo señala Magendzo, la construcción de esta perspectiva se ha producido procurándose que la práctica educativa sea la guía del pensamiento pedagógico para que este último sea, después de todo, el modo praxeológico de su retroalimentación. A razón de ello no debemos la-mentar que, hasta el momento, no exista una sistematización que le dé a la educación en derechos humanos una doctrina propia y, por lo tanto, que le dé la forma de un “pensamiento articulado”. Creemos que lo que es importante para nuestro proyecto es la posibilidad de apropiarnos de este enfoque para, de este modo, recrearlo a nuestra manera.
Ahora bien, si las
pretensiones de un pensamiento articulado no suponía para Magendzo la
unificación del pensamiento (como si la heterogeneidad en este campo no fuese
la clave de su fecundidad), es porque su articulación es pensada como un
proceso basado en la diversidad de los aportes a su configuración
epistemológica:
(...)
las ideas-fuerza y el pensamiento no constituyen una unidad pura, indivisible,
un pensamiento absolutamente determinado. Por el contrario, están fuertemente
enraizadas en el tiempo histórico, entendido como creación, como producción de
diferencias y diversidades, como transformación, como devenir, en definitiva,
como un proceso. En esta perspectiva, las ideas-fuerza y el pensamiento de la
educación en derechos humanos no son una colección de nociones, ni la realización
de una estructura preestablecida, sino que es un producto de las interacciones
entre personas involucradas en la educación en derechos humanos y en momentos
que generan configuraciones relacionales dotadas de una estabilidad relativa,
se mantienen y evolucionan, conservan y cambian. (Magendzo, 2008, p. 5)
La complejidad creciente en
este campo ha planteado la urgencia de organizar la «diversidad de
conceptualizaciones» desarrolladas en él; pero además de ello, ha hecho patente
la necesidad de poner en claro su relación con otras perspectivas de educación ciudadana (como por ejemplo la
educación para la paz, la educación ambiental, la educación y el género, la
educación multicultural, etc.) Por un lado, la pluralidad de los aportes
permite una recreación más amplia de su campo epistemológico; por otro, la
pluralidad de los campos discursivos que interpela le permite una procesualidad
dialógica lo suficientemente amplia como para ser un auténtico dispositivo democrático.
En ambos casos, el pensamiento y las «ideas-fuerza» para la educación en derechos humanos o pedagogía crítica de la dignidad humana no podría ser indiferente a las apuestas ideológicas de los sujetos porque es en ellas donde hallamos la riqueza de la pluralidad, la riqueza de nuestros territorios, la riqueza de nuestros pueblos, la riqueza de nuestras ciudades; pero la fecundidad que esta pluralidad supone no sólo nos permite reconocer distintas concepciones sobre la «génesis del mundo», sobre la «vida social» y sobre la «condición humana» sino que, además, hace que ese reconocimiento exija de cualquier proyecto colectivo estar permanentemente en diálogo con las otras y los otros.
Exige del reconocimiento la mutualidad y el intercambio entre distintas formas de proyección, distintas formas de concebir la praxis, de organizar y evaluar los procesos, de regular y estimular las prácticas: lo plural es lo que marca aquí una exigencia de apertura dialógica en términos de alteridad. Si valoramos la pluralidad como algo extremadamente importante no lo hacemos en el sentido celebratorio de quienes lo relativizan todo hasta deshacerse de cualquier responsabilidad sino en el sentido de quienes asumimos como fundamento una ética de la alteridad y una política de la liberación. (7)
En ambos casos, el pensamiento y las «ideas-fuerza» para la educación en derechos humanos o pedagogía crítica de la dignidad humana no podría ser indiferente a las apuestas ideológicas de los sujetos porque es en ellas donde hallamos la riqueza de la pluralidad, la riqueza de nuestros territorios, la riqueza de nuestros pueblos, la riqueza de nuestras ciudades; pero la fecundidad que esta pluralidad supone no sólo nos permite reconocer distintas concepciones sobre la «génesis del mundo», sobre la «vida social» y sobre la «condición humana» sino que, además, hace que ese reconocimiento exija de cualquier proyecto colectivo estar permanentemente en diálogo con las otras y los otros.
Exige del reconocimiento la mutualidad y el intercambio entre distintas formas de proyección, distintas formas de concebir la praxis, de organizar y evaluar los procesos, de regular y estimular las prácticas: lo plural es lo que marca aquí una exigencia de apertura dialógica en términos de alteridad. Si valoramos la pluralidad como algo extremadamente importante no lo hacemos en el sentido celebratorio de quienes lo relativizan todo hasta deshacerse de cualquier responsabilidad sino en el sentido de quienes asumimos como fundamento una ética de la alteridad y una política de la liberación. (7)
Si aceptamos que existe una
relación necesaria entre el concepto integral de las prácticas pedagógicas y la
educación en derechos humanos indicamos con ello que la auto-reflexividad de
nuestra praxis (como orientadora de
las prácticas pedagógicas del aula para la formación profesional y personal de
la ciudadanía en una sociedad), y la apuesta de una pedagogía política
centrada en el diálogo o encuentro entre las diferencias (como idea-fuerza
orientada hacia una formación cívica de la condición humana), pueden ser, en
efecto, desarrolladas desde el punto de vista de la pedagogía de la liberación como método humanístico de educación
emancipatoria y liberadora. Podríamos decir que la pedagogía de la liberación es, fundamentalmente, un método para la
recreación de la cultura popular cuya traducción política es, esencialmente, la
del humanismo democrático. Diríase
que su consigna mayor es aquella según la cual no puede existir una cultura del pueblo sin una política del pueblo
(Gadotti, 2014; Brito Lorenzo, 2008; Castilla García, 2008).
De este modo el cultivo de la conciencia es para la recreación democrática de la cultura popular algo extremadamente importante; la tarea po-lítica del proceso educativo coincide con la tarea educativa del proceso político en la medida en que la construcción de espacios para la liberación (el aula agroecológica, el aula viajera y el aula mutante) es condición de posibilidad para la recreación éticamente afirmativa de la dignidad humana. La pedagogía de la liberación busca entonces liberar las fuerzas vivas de la cultura para hacer posible su articulación política; es por esto que su núcleo metodológico lo extrae de las prácticas sociales pues sólo en ellas encuentra los medios para la transformación histórica de lo social.
De esta manera pensamos que las coordenadas del proceso educativo -en tanto este supone, a la vez, un acto político y un acto de sensibilización y de conocimiento- implica ya una consideración sobre la capacidad creativa y transformadora de las personas, esa capacidad de asombro que, sin importar la posición que ocupemos en la estructura social, todas poseemos. He ahí lo que nos permite reflexionar y actuar sin perder de vista la naturaleza social del acto de conocimiento así como la dimensión histórica de la acción política; en otras palabras, sin olvidar el carácter existencial de toda praxis posible.
De este modo el cultivo de la conciencia es para la recreación democrática de la cultura popular algo extremadamente importante; la tarea po-lítica del proceso educativo coincide con la tarea educativa del proceso político en la medida en que la construcción de espacios para la liberación (el aula agroecológica, el aula viajera y el aula mutante) es condición de posibilidad para la recreación éticamente afirmativa de la dignidad humana. La pedagogía de la liberación busca entonces liberar las fuerzas vivas de la cultura para hacer posible su articulación política; es por esto que su núcleo metodológico lo extrae de las prácticas sociales pues sólo en ellas encuentra los medios para la transformación histórica de lo social.
De esta manera pensamos que las coordenadas del proceso educativo -en tanto este supone, a la vez, un acto político y un acto de sensibilización y de conocimiento- implica ya una consideración sobre la capacidad creativa y transformadora de las personas, esa capacidad de asombro que, sin importar la posición que ocupemos en la estructura social, todas poseemos. He ahí lo que nos permite reflexionar y actuar sin perder de vista la naturaleza social del acto de conocimiento así como la dimensión histórica de la acción política; en otras palabras, sin olvidar el carácter existencial de toda praxis posible.
Ahora bien, un punto crucial
en lo que respecta al método propuesto por la pedagogía de la liberación es la capacidad de inclusión que busca
desarrollar en la comunidad. En tanto constituye una pedagogía pensada como praxis ella se encuentra constantemente
abierta al cambio, dispuesta a la transformación de sí misma y del entorno en
el que se desarrolla, por lo tanto, determinada por la evolución dinámica y por
la reformulación crítica de sus presupuestos (Gadotti, 2014; Ivanovich, 2003;
Santos Gómez, 2008). Y es por ello, el inacabamiento de la vida humana es,
precisamente, el motor de la liberación pedagógica. A propósito de esto Paulo
Freire decía lo siguiente:
Esta
transitividad de la conciencia hace permeable al hombre. Lo lleva a vencer su
falta de compromiso con la existencia, característica de la conciencia
intransitiva, y lo compromete casi totalmente. Es por eso por lo que existir es
un concepto dinámico, implica un diálogo eterno del hombre con el hombre, del
hombre con el mundo; del hombre con su Creador. (Freire, 1990a, p. 53)
En efecto, cada quien se
encuentra atravesado por la presencia de lo
Otro y el proceso educativo no tiene otro objetivo que resituar a los
educadores y a los educandos en la propia «existencia» (Freire, 1990b, 1997).
La condición humana es de este modo
recreada en el encuentro entre personas distintas; un encuentro que dista mucho
de ser algo superficial. Muy por el contrario, Freire decía que la «pedagogía
del oprimido» buscaba, ante todo, la restauración
de la intersubjetividad: condición sin la cual toda humanización o
liberación del mundo resulta impensable. Así, la «pedagogía de la
liberación» no puede más que concebir una subjetividad activa, dotada de una historicidad
propia (Brito Lorenzo, 2008 e Ivanovich, 2003). Solamente las personas que
participan del proceso educativo pueden alcanzar la autonomía y, con ella,
reapropiarse de su existencia e historicidad. De acuerdo con esto diríamos que todo proceso de alfabetización se juega en
este terreno existencial e histórico como recuperación de la palabra, ya sea
porque ella ha sido silenciada o porque los oprimidos no han tenido conciencia
de que poseen esa palabra. (8)
Como es sabido, Paulo Freire
se ocupó de trabajar con personas no letradas, con aquellos que se situaban en
los «márgenes de la sociedad». Sobre todo porque para el pedagogo brasileño la
apertura del mundo para aquellas personas permanecía limitada por la
precariedad de su escritura y de su lectura, en síntesis, por su falta de
educación (Freire, 2005 y 2012); de ahí que el mundo del conocimiento
sistematizado y el desarrollo de la conciencia
crítica no pudiera cultivarse en semejantes condiciones. Es por ello que
Freire concebía el acto educativo no
como una transmisión de conocimientos sino como el goce y la práctica que
supone la construcción de un mundo común
(Castilla García, 2008; Santos Gómez, 2008).
Se concedería a la educación un papel fundamental en el combate de la comunidad contra la represión y contra la deshumanización que ella produce. Aquí la distinción entre opresores y oprimidos debe poder ser anulada pues, más allá de todo resentimiento, están las condiciones en las que las y los oprimidos no sólo han de liberarse a sí mismos sino que, además, han de liberar a sus opresores y opresoras. Es a ellos y ellas –a los oprimidos y a las oprimidas- a quienes queda confiada la difícil tarea de humanizar el mundo. A propósito de esto Paulo Freire escribió lo siguiente:
Se concedería a la educación un papel fundamental en el combate de la comunidad contra la represión y contra la deshumanización que ella produce. Aquí la distinción entre opresores y oprimidos debe poder ser anulada pues, más allá de todo resentimiento, están las condiciones en las que las y los oprimidos no sólo han de liberarse a sí mismos sino que, además, han de liberar a sus opresores y opresoras. Es a ellos y ellas –a los oprimidos y a las oprimidas- a quienes queda confiada la difícil tarea de humanizar el mundo. A propósito de esto Paulo Freire escribió lo siguiente:
La
liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un
hombre nuevo, hombre que sólo es viable en la y por la superación de la
contradicción opresores-oprimidos que, en última instancia, es la liberación de
todos. (Freire, 1990b, p. 45)
Nosotros sustituiríamos al
“hombre” por la humanidad para que
fuésemos todas las personas representadas por el enunciado freireano porque
esto resultaría más coherente con las dinámicas del reconocimiento exigidas por
la pedagogía de la liberación. Si la liberación es buscada en contra de una
situación opresiva en la que todas las personas estamos involucradas: ¿la
auto-transformación no requeriría de una ampliación más exhaustiva de nuestra
conciencia crítica? Y si es así: ¿cómo entender la transformación de nuestro
propio lenguaje de tal modo que este sea capaz de reconocer la especificidad de
las opresiones así como el carácter singular de la proyección liberadora?
La actualidad de las luchas sociales en contra del patriarcado, del racismo, del especismo, de la colonización y la contaminación ambiental, la pluralidad de las subjetividades que se están constituyendo en el interior de esas luchas: ¿no exige de nosotros la capacidad para llevar más allá del cerco antropológico patriarcalizado del “Hombre” como figura de la universalidad para concebir a la humanidad y, más allá de ella, para concebir a lo viviente como signos de una liberación insospechada pero necesaria para todos y todas?. He aquí un punto de apertura a nuevas reflexiones sobre este tópico existencial de la pedagogía liberadora.
La actualidad de las luchas sociales en contra del patriarcado, del racismo, del especismo, de la colonización y la contaminación ambiental, la pluralidad de las subjetividades que se están constituyendo en el interior de esas luchas: ¿no exige de nosotros la capacidad para llevar más allá del cerco antropológico patriarcalizado del “Hombre” como figura de la universalidad para concebir a la humanidad y, más allá de ella, para concebir a lo viviente como signos de una liberación insospechada pero necesaria para todos y todas?. He aquí un punto de apertura a nuevas reflexiones sobre este tópico existencial de la pedagogía liberadora.
Otro de los tópicos de la
pedagogía de la liberación es bastante conocido a saber: la crítica a la
«concepción bancaria» de la educación (Santos Gómez, 2008; Ivanovich, 2003). Se
trata entonces de superar aquella concepción retrógrada de la educación según
la cual sólo los educadores tienen un papel activo en el proceso educativo
mientras que los educandos son sólo individuos destinados a la memorización
mecánica de la información transmitida. Esta pasividad del educando será
precisamente el núcleo de su alienación
a la que se pone toda pedagogía liberadora por ser esta la causa esencial de su
incapacidad para transformar las condiciones de vida que le oprimen (Brito
Lorenzo, 2008; García Castilla, 2008). He aquí el lugar que ocupa una
«educación problematizadora» como crítica de la unidireccionalidad que
caracteriza a la educación bancaria; crítica basada en el reconocimiento del
carácter activo que poseen tanto los educadores como los educandos en el
proceso educativo:
En
la visión «bancaria» de la educación, el «saber», el conocimiento, es una
donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes. Donación
que se basa en una de las manifestaciones instrumentales de la ideología de la
opresión: la absolutización de la ignorancia, que constituye lo que llamamos
alienación de la ignorancia, según la cual esta se encuentra siempre en el otro
(...) La educación debe comenzar por la superación de la contradicción
educador-educando. Debe fundarse en la conciliación de los polos, de tal manera
que ambos se hagan, simultáneamente, educadores y educandos. (Freire, 1990b, p.
77)
Pero, ¿cómo es que esta
reciprocidad del reconocimiento entre educadores y educandos se hace posible?
Paulo Freire diría que esto es posible, ante todo, a través del «diálogo». En
efecto, el diálogo constituye una
expresión humana en la que la palabra supone la unión in-disoluble de la
reflexión con la acción. El diálogo es pues, desde este punto de vista, una
forma de la praxis. Reencontrar la
palabra es, de suyo, transformar las circunstancias existenciales del ser
social pues sólo así la palabra deviene auténtica. Toda palabra despojada de su
dimensión activa es, de este modo, pura “palabrería”; del mismo modo, la acción
que carece de palabra, la actividad que se hace inútil para articular las
palabras que la enuncian como tal, se convierte en un activismo irreflexivo
que, al no cultivar el «diálogo», inhibe por completo el potencial de la praxis (Gadotti, 2014; Carbonell
Sebarroja, 2015). El «diálogo» es siempre encuentro entre los seres humanos
para la transformación del mundo, por lo tanto, es también una exigencia
existencial para todos los implicados en esa transformación.
Por último, si bien Freire
decía que el diálogo era el encuentro entre los seres humanos para la pronunciación del mundo y que este encuentro
era una condición fundamental para su verdadera
humanización, también reconocía que las y los oprimidos debían ser capaces
de «alojar» a sus opresores en la palabra, en la humanización y liberación de
ese mundo pronunciado:
El
gran problema radica en cómo podrán los oprimidos, como seres duales,
inauténticos, que «alojan» al opresor en sí, participar de la elaboración, de
la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que se descubran
«alojando» al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía
liberadora. Mientras vivan la dualidad en la cual ser es parecer y parecer es
parecerse con el opresor, es imposible hacerlo. La pedagogía del oprimido, que
no puede ser elaborada por los opresores, es un instrumento para este
descubrimiento crítico: el de los oprimidos por sí mismos y el de los opresores
por los oprimidos, como manifestación de la deshumanización. (Freire, 1990a, p.
41)
En esta concepción
liberadora de la educación el ser
inacabado de la humanidad tiene como vocación histórica el liberarse, el
humanizarse, pero sin perder de vista que la inclusión del Otro -no importa si
este es su opresor- es una condición de posibilidad para esa liberación y para
esa humanización. Se trata entonces de un ser humano que posee un destino histórico
de libertad y que ese destino no tiene ninguna posibilidad de ser sino en
comunidad, por tanto, en el descubrimiento colectivo de lo que nos es común, de
aquello que vincula comunitaria o íntimamente a las y los demás.
De acuerdo con lo anterior,
entendemos que el proceso educativo
es, ante todo, un proceso colectivo
en el que las y los individuos se descubren a sí mismas(os) y a las demás. Si
bien es cierto -como pensaban Bourdieu & Passeron (1996)- que el campo educativo es un espacio social de acción en el que
confluyen determinadas relaciones de reproducción, nosotros pensamos que la
escuela también puede ser un lugar en donde se re-crean formas de pensar y de
actuar que no se reducen a la reproducción de lo social.
Asumimos entonces una perspectiva en la que la «Escuela» (y sus espacios de aula) es un lugar donde convergen tanto diferentes sujetos socio-históricos como singularidades susceptibles de ser orientadas hacia su emancipación y liberación históricas. Pese a la violencia pedagógica que asegura la transmisión del poder y de los privilegios a través de la «consagración escolar» (con la que se invisibiliza la forma específica de la violencia social-simbólica que es el sustrato esencial de la acción pedagógica opresora o dominante), la acción pedagógica puede constituir también pedagogías par nuestra emancipación política y nuestra liberación social.
Asumimos entonces una perspectiva en la que la «Escuela» (y sus espacios de aula) es un lugar donde convergen tanto diferentes sujetos socio-históricos como singularidades susceptibles de ser orientadas hacia su emancipación y liberación históricas. Pese a la violencia pedagógica que asegura la transmisión del poder y de los privilegios a través de la «consagración escolar» (con la que se invisibiliza la forma específica de la violencia social-simbólica que es el sustrato esencial de la acción pedagógica opresora o dominante), la acción pedagógica puede constituir también pedagogías par nuestra emancipación política y nuestra liberación social.
Hacia
una Descolonización del Saber Pedagógico
En América Latina las
pedagogías críticas han tenido un desarrollo particular no sólo por rechazar la
negatividad sociológica según la cual no existe capacidad transformativa del
sujeto en la sociedad sino porque, además, han ido tomando conciencia de las
particularidades existenciales de la persona
humana negada en los rostros del campesinado, el proletariado, las juventudes
marginadas, las mujeres, los indígenas y las negritudes (Mejía Jiménez, 2014;
Gadotti, 2014).
Entre nosotros es conocida, como ya lo hemos visto, la figura de Paulo Freire por haber sido él uno de los pedagogos e intelectuales latinoamericanos más comprometidos con el despertar de la conciencia crítica. De hecho el profesor español Jaume Carbonell Sebarroja (2011) concibe la pedagogía crítica freireana como una forma abierta del pensamiento educativo, como una forma abocada a la transformación de la sociedad y a la inclusión de quienes han sido históricamente excluidos por ella. Identifica al interior de esta corriente crítica de la pedagogía las influencias filosóficas de Kant y Hegel, las influencias cristianas de Mounier y Lacroix, las influencias políticas del marxismo gramsciano y del freudomarxismo en Fromm y Marcuse: todo ello en conjunción con la intención constructiva por desarrollar una pedagogía humanista latinoamericana.
El valor de esta escuela del pensamiento pedagógico, como también ya lo hemos visto, se debe a que sus aportes a la educación popular liberadora de las y los oprimidos puede traducirse en pedagogía social, es decir, en una pedagogía en la que se recrea la dialéctica entre los oprimidos y los opresores, entre los sujetos y los objetos, entre la conciencia y la naturaleza, en fin, entre la «teoría» y la «práctica»: a partir de Freire, el saber pedagógico deviene praxis pedagógica de transformación.
Desde el punto de vista inaugurado por esta corriente del pensamiento pedagógico diríase entonces que la «educación» puede ser concebida como un complejo proceso socio-histórico de transformación mutua -subjetiva y objetiva- entre distintas generaciones; un proceso que requiere, tanto de los educadores como de los educandos, una formación técnica, científica y profesional cargada de sueños y de utopías.(9)
Entre nosotros es conocida, como ya lo hemos visto, la figura de Paulo Freire por haber sido él uno de los pedagogos e intelectuales latinoamericanos más comprometidos con el despertar de la conciencia crítica. De hecho el profesor español Jaume Carbonell Sebarroja (2011) concibe la pedagogía crítica freireana como una forma abierta del pensamiento educativo, como una forma abocada a la transformación de la sociedad y a la inclusión de quienes han sido históricamente excluidos por ella. Identifica al interior de esta corriente crítica de la pedagogía las influencias filosóficas de Kant y Hegel, las influencias cristianas de Mounier y Lacroix, las influencias políticas del marxismo gramsciano y del freudomarxismo en Fromm y Marcuse: todo ello en conjunción con la intención constructiva por desarrollar una pedagogía humanista latinoamericana.
El valor de esta escuela del pensamiento pedagógico, como también ya lo hemos visto, se debe a que sus aportes a la educación popular liberadora de las y los oprimidos puede traducirse en pedagogía social, es decir, en una pedagogía en la que se recrea la dialéctica entre los oprimidos y los opresores, entre los sujetos y los objetos, entre la conciencia y la naturaleza, en fin, entre la «teoría» y la «práctica»: a partir de Freire, el saber pedagógico deviene praxis pedagógica de transformación.
Desde el punto de vista inaugurado por esta corriente del pensamiento pedagógico diríase entonces que la «educación» puede ser concebida como un complejo proceso socio-histórico de transformación mutua -subjetiva y objetiva- entre distintas generaciones; un proceso que requiere, tanto de los educadores como de los educandos, una formación técnica, científica y profesional cargada de sueños y de utopías.(9)
Por otra parte, el profesor
colombiano Marco Raúl Mejía Jiménez (2011), consciente de la infravaloración a
la que ha sido frecuentemente sometido el pensamiento educativo y pedagógico
latinoamericano, se propuso organizar las diversas expresiones (prácticas y
teóricas) que sobre dicho pensamiento han tenido lugar en la historia de la
América Latina. Esta organización de los aportes críticos al campo pedagógico
ha tenido como objetivo aclarar cierta concepción de la educación que parece
ser común a todos esos aportes. Las diversas prácticas y los discursos
pedagógicos latinoamericanos, según Mejía Jiménez, se han caracterizado por
proponer una opción ética de
transformación; pero advertía que esa opción ética no ha sido planteada
desde el punto de vista puramente abstracto de la «neutralidad» frente al
proceso de formación que cada persona experimenta sino que, por el contrario,
no ha cesa-do de ser planteada desde el punto de vista concreto en el que es
posible afirmar la intención ética y educativa de dignificar a la humanidad
excluida:
La
síntesis que hoy hemos logrado en la educación crítica latinoamericana,
construida desde la educación popular en sus diferentes versiones y luego de
sus desarrollos, es que es una concepción de educación, y como tal tiene
prácticas, metodologías, teorías, enfoques, pedagogías, y una opción ética de
transformación. Esta perspectiva es parte del proyecto de quienes buscan
dignificar lo humano excluido y segregado por medios educativos y
político-pedagógicos así como es parte de la construcción de mundos nuevos.
(Mejía Jiménez, 2011, p. 18)
En efecto, sin una auténtica
pedagogía de la «dignidad humana», la creación de nuevos mundos seguirá dejando
por fuera a quienes ya han sido excluidos por los procesos históricos del
desarrollo social. Nuestra investigación socioeducativa encontrará entonces su
fundamento y pertinencia científica en el pensamiento
crítico-pedagógico latinoamericano. En razón de ello, nos es necesario
recurrir a las variaciones que en la América Latina se han producido sobre el
análisis de las prácticas pedagógicas, especialmente a aquellas que se han
producido en el marco epistémico de lo que muchos y muchas concuerdan en llamar
educación popular (Jara; 2010,
Castilla García, 2008; Brito Lorenzo, 2008; Muñoz Gaviria, 2013). Por supuesto,
nuestra perspectiva particular del fenómeno educativo y del saber pedagógico
nos obligará a ir tomando distancia respecto de los esquemas analíticos
propuestos por los intelectuales de la educación popular ya que, una vez que se
ha asumido la transición paradigmática
formulada por Boaventura de Sousa Santos (1998) y planteada analécticamente
como transmodernidad por Enrique
Dussel (2008), la constructividad del conocimiento educativo hará emerger
nuevas conceptuaciones y nuevas categorizaciones, por lo tanto, nuevos esquemas
analíticos y nuevos campos operativos que apoyen el desarrollo de la
investigación.
Una de las variaciones que
nos ha parecido más interesante a propósito de la pedagogía latinoamericana es
aquella que arriba hacia un enfoque postcolonial y decolonial del proceso
educativo, lo que en otras palabras podríamos reconocer como las pedagogías críticas del Sur (Mejía
Jiménez, 2011). En lo que respecta a esta variación de la pedagogía crítica la
profesora argentina Catherine Walsh (2013a) comparte con nosotros la convicción
de que los momentos políticos, en tanto son ellos momentos históricos, son
también momentos teóricos; pero no
como momentos teóricos circunscritos única y exclusivamente al campo de la
dinámica política –puesto que la educación no es un epifenómeno de la política-
sino como los momentos teórico-pedagógicos que se articulan con las luchas sociales,
políticas y culturales de una determinada época y de una determinada comunidad:
Son
estos momentos complejos de hoy que provocan movimientos de teorización y
reflexión, movimientos no lineales sino serpentinos, no anclados a la búsqueda
o proyecto de una nueva teoría crítica o de cambio social sino en la
construcción de caminos –de estar, ser, pensar, mirar, escuchar, sentir y vivir
con sentido u horizonte de(s)colonial. Me refiero a caminos que necesariamente
evocan y traen a la memoria una larga duración, a la vez que insurgen, señalan
y requieren prácticas teoréticas y pedagógicas de acción, caminos que en su
andar enlacen lo pedagógico y lo decolonial.” (Walsh, 2013a, p. 24-25)
Este enunciado expresa bien
por qué el momento histórico, por cuanto no es en absoluto algo puramente
coyuntural sino también orgánico, aparece como de larga duración. Y esto es así para la temporalidad de las prácticas
pedagógicas. A partir de esta conciencia praxeológica sobre las relaciones
entre «teoría», «política» e «historia», la profesora Walsh entiende el momento
político-pedagógico actual como un momento signado por las contradicciones
entre las luchas sociales, políticas y culturales y las limitaciones del
progresismo sudamericano.
En efecto, para ella los regímenes del progresismo (en Ecuador, Bolivia, Argentina o Brasil) no han logrado superar el neoliberalismo al cual sólo han opuesto un nacionalismo neo-extractivista que sólo responde parcialmente a las reivindicaciones de la justicia social que se inscriben en las políticas de redistribución y reconocimiento. Desde nuestra perspectiva, la crisis del capitalismo es crisis civilizatoria y la crisis de la modernidad-colonialidad una crisis cultural y ambas nos informan sobre las limitaciones de los regímenes progresistas y de cómo estos se han caracterizado, precisamente, por la imposibilidad de situarse en un lugar exterior a la modernización y al desarrollismo.
En efecto, para ella los regímenes del progresismo (en Ecuador, Bolivia, Argentina o Brasil) no han logrado superar el neoliberalismo al cual sólo han opuesto un nacionalismo neo-extractivista que sólo responde parcialmente a las reivindicaciones de la justicia social que se inscriben en las políticas de redistribución y reconocimiento. Desde nuestra perspectiva, la crisis del capitalismo es crisis civilizatoria y la crisis de la modernidad-colonialidad una crisis cultural y ambas nos informan sobre las limitaciones de los regímenes progresistas y de cómo estos se han caracterizado, precisamente, por la imposibilidad de situarse en un lugar exterior a la modernización y al desarrollismo.
Por otra parte y, desde la
perspectiva descolonial del zapatismo,
podríamos pensar que la crisis del actual sistema de vida o sistema histórico
tiene sus principales causas en el resquebrajamiento profundo de las
estructuras históricas de la modernidad y en la emergencia intempestiva de
otros mundos.(10) Desde Mesoamérica hasta la región andina, las alteridades
históricas que no han cesado de oponerse durante siglos a la mismidad del mundo
moderno-colonial y a la irracionalidad de la civilización capitalista no han
cesado de llevar a cabo pro-fundos procesos de descolonización en los que se
ensayan distintos dispositivos de «aprendizaje», «des-aprendizaje» y «re-aprendizaje»
así como también formas-otras de «acción», de «creación» e «intervención»
comunitaria, popular y ciudadana. Es entonces en la actual coyuntura teórica donde
debemos situar –haciendo énfasis en la dimensión orgánica de toda localidad- la
relación entre pedagogía y descolonialidad como el eje hipercrítico de la educación postcolonial y de la pedagogía
crítica latinoamericana. En esta perspectiva se dice que:
(…)
pedagogías que se esfuerzan por transgredir, desplazar e incidir en la negación
ontológico-existencial, epistémica y cosmológico-espiritual que ha sido –y es-
pericia, fin y resultado del poder de la colonialidad. Pedagogías que trazan
caminos para, críticamente, leer el mundo e intervenir en la reinvención de la
sociedad, como apuntó Freire, pero pedagogías que a la vez avivan el desorden
absoluto de la descolonización aportando una nueva humanidad, como señaló Franz
Fanon. Las pedagogías pensadas así no son externas a las realidades,
subjetividades e historias vividas de los pueblos y de la gente, sino parte
integral de sus combates y perseverancias o persistencias, de sus luchas de
concientización, afirmación y desalienación, y de sus bregas –ante la negación
de su humanidad- de ser y hacerse humano. Es en este sentido y frente a estas
condiciones y posibilidades vividas que propongo el enlace de lo pedagógico y
lo decolonial. (Walsh, 2013, p. 31)
Como puede apreciarse en
estas líneas la profesora Walsh señala la posibilidad actual de plantear, con fundamento en el pensamiento
crítico latinoamericano, la existencia contemporánea de pedagogías decoloniales. Como deriva abierta a partir de los
distintos movimientos y redes de la pedagogía crítica así como de los proyectos
de educación popular en la América Latina, las pedagogías decoloniales expresan
un distanciamiento frente al «eurocentrismo» de la emancipación y de la
liberación pedagógicas, es decir, un distanciamiento respecto de lo Mismo, de la mismidad encarnada en el
proyecto desarrollista y modernizador del capitalismo moderno-colonial
propagado por las fuerzas sociales de Occidente. Sin embargo, las pedagogías
decoloniales tienen una estrecha relación con la pedagogía crítica y con la
educación popular en el sentido en el que estas –las pedagogías que asumen el
proyecto descolonizador- no tienen sentido por fuera de su dimensión praxeológica,
es decir, por fuera de la dimensión
estratégico-accional de la prâxis. Una de las características principales
de estas pedagogías es, pues, la destotalización del ser que somos como
cultura, tanto al nivel ontológico-existencial y epistémico de lo que decimos
como al nivel cosmológico-espiritual y estético de lo que hacemos. He aquí la
pertinencia científico-social de una perspectiva investigativa que se dirige hacia
la creación de un relato común y hacia la emergencia de nuevos mundos, por lo
tanto, hacia la emancipación política y hacia la liberación social.
Palabras
finales
Como ya lo hemos dicho,
nuestro propósito es dirigir la tarea que tenemos como maestras y maestros
hacia una investigación socioeducativa sobre nuestras prácticas pedagógicas y
sobre el rol que jugamos en ellas; todo ello con el objetivo praxeológico de
llegar a la formulación de un proyecto escolar que vincule el aula agroecológica,
el aula viajera y el aula mutante de manera orgánica. Como participantes de la
BAAU y como proponentes de la apertura de un NP-ISE en ella, proponemos la
discusión sobre la educación como procesos social, sobre la auto-reflexividad
de las prácticas pedagógicas, sobre el diálogo pedagógico como motor de la
liberación y sobre la descolonización del saber pedagógico como apertura del
ser hacia la emergencia de otros mundos posibles, con el propósito de comenzar
a dinamizar, a partir de nuestra propia producción intelectual, el análisis de
los procesos educativos que venimos re-creando (algunas mucho más tiempo que
nosotros) en el marco de una escuela
interna de autoformación y con la aspiración de que de esa escuela podamos
pasar a la comprensión praxeológica de una pedagogía
descolonial de la dignidad humana para el cuidado de la vida común. Creemos
que en ello podrían sintetizarse las líneas generales del proyecto es-colar en
el que hemos venido trabajando y al que dedicamos este primer esfuerzo.
NOTAS
1.
Valga
decir, por otra parte, que el rumbo que la indagación que he asumido en estas
líneas ha sido el resultado de las discusiones que he tenido con Ana Victoria
Silva en torno a la configuración del proyecto TARACEA el cual está siendo
diseñado para convertirse en una red de
estudios humanísticos cuyas líneas iniciales quedaron plasmadas en el
capítulo que Ana Victoria Silva y yo publicamos en 2015 bajo el título
“Caleidoscopio: la diferencia, el desarraigo, el exceso”. En aquel escrito nos
planteamos el problema de cómo comprender las humanidades en la época
contemporánea de tal modo que el presente trabajo podría ser considerado como
una continuación tangencial de las
intuiciones iniciales esbozadas, en el marco de un diálogo crítico y creativo,
hace tres años.
2.
En el
siglo XV el «humanismo renacentista» retomó para las reflexiones sobre la
educación, tras un oscuro pasaje medieval, el sentido griego de la formación
como paideia. Entre las ideas del renacimiento destaca aquella idea de
Pico della Mirandola según la cual el ser humano, por su naturaleza, presenta
un inacabamiento que le obliga a darse a sí mismo la forma que considere mejor;
en otras palabras, la indeterminación antropoló-gica del ser sería para el
pensamiento educativo el signo de la libertad humana. No extraña por qué esta
idea de la paideia en el renacimiento y la libertad que la acompañó fue
reinscrita en el acaecer histórico cuando, en el siglo XVIII, la experiencia de
la Ilustración concibió al «sujeto humano» como un ser dotado de libertad y de
razón, es decir, como el ser soberano cuya potencia constituyente impondría al
mundo la forma emanada de su voluntad. Ahora bien, fue justamente esta convergencia
histórica entre el origen griego y la Ilustración lo que dio paso, en la
Alemania del siglo XVIII, al nacimiento de la Universidad y, con ella, a la
idea de la educación como Bildung, es decir, como el proceso mediante el
cual se da forma (Bilden) a la persona humana en el cuerpo del
individuo. A propósito de este tema véase el libro de Moacir Gadotti (2014) y
el libro de Beatriz Restrepo Gallego (2014),
3.
En
general, podemos decir que existen tres tipos de currículo: en primer lugar, el
currículo oficial como aquel que es
diseñado por las autoridades institucional-educativas; en segundo lugar, el currículo oculto el cual se deriva de
las rutinas, prácticas y costumbres que, de manera informal, se dan también en
el ámbito escolar; y en tercer lugar, el currículo
real que resulta de la combinación entre lo oficial y lo oculto (Nieto
Bedoya, 1991; Torres, 1998; Garret, 1988). Estas distinciones pueden ser de
gran ayuda para afianzar las deliberaciones colectivas en la BAAU en torno a
nuestro proyecto escolar porque nos permite contrastar aquello que buscamos
hacer con aquello que realmente sucede.
4.
En este
punto seguimos las indicaciones de Antonio Negri (2001) quien concibe el contrapoder
como una amalgama entre la «resistencia» y la «insurrección» contra el
viejo poder y la «potencia constituyente» que da origen a un nuevo poder. En
esto Negri es sumamente preciso: la resistencia tiene lugar ahí, en la
vida cotidiana, en la dimensión vital de lo social y se manifiesta como
oposición creativa en todos los ámbitos de la existencia: en las actividades
productivas, en las actividades reproductivas y en la comunicación social. La insurrección
es más compleja en su experimentación porque supone una materialidad
activa, un cuerpo colectivo en movimiento y coordinado en torno a objetivos
concretos –a la vez determinados y determinantes- y, por ello, articulados
alrededor de un «discurso político común». En la insurrección confluyen
distintas formas de resistencia y, en la medida en que es así, atraviesa el
cerco del poder constituido (la institución) configurando un «acontecimiento»
disruptivo en el orden del ser. Finalmente, el poder constituyente es la
«potencia» que organiza en una nueva forma-de-vida las innovaciones ontológicas
que efectúan la resistencia y la insurrección dándoles un telos, dándoles
una finalidad. En este sentido el poder constituyente manifiesta la fuerza
disruptiva del trabajo vivo re-articulándolo a un nuevo «proyecto de vida» y
-¿por qué no?- a una nueva civilización; se trata entonces de la organización
de la productividad ontológica de lo común.
5.
La
formación requiere, necesariamente, de una teoría
pedagógica que, a su vez, se fundamente en la formación. Pero además, si el
análisis trasciende la fundamentación epistemológica, resulta que la formación
no sólo requiere de una teoría sino que, además, requiere de una fundamentación ética que le proporcione
orientaciones acerca de cómo valorar la vida humana, esa condición mínima del
reconocimiento que hace posible el respeto mutuo entre las personas, que hace
posible la convivencia y el crecimiento en el espacio educativo y, más allá de
él, en el ámbito público de las ciudadanías.
6.
Es
en razón de este argumento que vengo proponiendo e la BAAU la apertura de un Nodo Pluriversal de Investigación Socioeducativa
(N-PISE) que opere como dispositivo de autorreflexividad sobre el cual
nuestro proyecto escolar puede soportar las bases de su conciencia
histórico-evaluativa. Sin la creación de este dispositivo no sería posible
sistematizar y documentar la experiencia escolar de tal manera que esta
sistematización y documentación de lo experimentado sirva como material de
investigación para la coordinación escolar de las prácticas educativas.
7.
En
este punto nos apropiamos parcialmente de la ética y la política dusselianas
por ser ellas, hasta hoy, las elaboraciones más completas sobre el sentido ético-praxeológico
de la alteridad como exterioridad fontanal y sobre el sentido
praxeológico-político de la liberación más allá de la emancipación. En ambos
casos, el ámbito existencial de la pedagógica
(más allá de la pedagogía) sitúa el sentido de la «dignidad» y el
«reconocimiento» en un locus
enuntiationis latinoamericano que, en posición de solidaridad ante el Sur
global y de confrontación crítica ante el Norte global interpreta el
pensamiento crítico, su método, como el saber
escuchar la voz del Otro. A propósito de esto véase la obra de Enrique
Dussel (1980) en la que se ofrece una perspectiva antropológica, hermenéutica y
fenomenológica de la pedagógica latinoamericana.
8.
La educación liberadora es una educación problematizadora en la que
educadores y educandos recrean, de forma dialógica, el conocimiento del mundo
con base en una investigación conjunta del «universo vivencial» de los
involucrados; de esta manera, el despertar de la conciencia a partir del diálogo
horizontal entre las personas involucradas aparece aquí como una necesidad
de las luchas sociales y políticas en contra del «sufrimiento humano», las «injusticias» y la «ignorancia» que las hace posibles.
Tomando como presupuesto una imagen de lo humano que en modo alguno se reduce a
la adaptación de los individuos sino que, de manera distinta, sólo adquiere su
sentido con la transformación de la sociedad, las «interrelaciones», el
«intercambio» y el «aprendizaje» mutuo son las condiciones de posibilidad para
un auténtico reconocimiento y, este último, la condición necesaria para
que la educación pueda encarnar un proceso liberador: “nadie educa a nadie,
nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan entre sí mediatizados por el
mundo” (Freire, 1990a). De acuerdo con esto, se di-ce que el concepto de la
alfabetización -proceso político-educativo de concientización- es otro de
los conceptos-clave en la pedagogía crítica freireana; según esta clave, el
proceso educativo de lectoescritura no se reduce a la sola «lectura de los
textos» sino que, además, se amplía hacia la «lectura del contexto» pues es en
este último donde nos es posible saber si el texto adquiere un sentido concreto
para los educandos; de la misma manera, la actividad docente no debe ser
concebida aquí como un proceso vertical de adiestramiento o adoctrinamiento;
por el contrario, la docencia liberadora debe ser concebida como un proceso horizontal de apertura humanista
hacia el mundo pasado, presente y porvenir.
9.
La reflexión histórica sobre el pensamiento pedagógico posee para
nosotros una dimensión antropológica que cuestiona las ideologías que subyacen
a los sistemas educacionales y a las prácticas pedagógicas. Evidente-mente la
«reflexión crítica» sobre la historia del pensamiento pedagógico sería
incompleta si no mostrase las posibilidades humanas de la educación.
Moacir Gadotti (2012) se refería a ello como a un «optimismo crítico»; si no
fuera así, el pensamiento pedagógico tendría que renunciar a la humanización de
la existencia humana y, con ello, a la transformación positiva de nuestras
sociedades: se trata en últimas de la progresiva formación de un ser humano
integral.
El pensamiento pedagógico supone entonces una presencia crítica ante el mundo, un posicionamiento existencial del sujeto pensante, lo que hace de dicho pensamiento un pensamiento comprometi-do. La unidad entre teoría y práctica (la prâxis educativa) es lo que asegura la vida del pensamiento en su des-pliegue y apropiación colectiva y es por ello que el análisis histórico-dialéctico del pensamiento pedagógico contempla, como una exigencia de su método propio, el considerar y exponer los caminos posibles que dicho pensamiento ha abierto a lo largo de su historia. La síntesis del pensamiento pedagógico universal tiene entonces como condición su articulación en una perspectiva dialéctico-integradora pues es esta perspectiva lo que posibi-lita la conversión de la educación en un instrumento de liberación humana.
El pensamiento pedagógico supone entonces una presencia crítica ante el mundo, un posicionamiento existencial del sujeto pensante, lo que hace de dicho pensamiento un pensamiento comprometi-do. La unidad entre teoría y práctica (la prâxis educativa) es lo que asegura la vida del pensamiento en su des-pliegue y apropiación colectiva y es por ello que el análisis histórico-dialéctico del pensamiento pedagógico contempla, como una exigencia de su método propio, el considerar y exponer los caminos posibles que dicho pensamiento ha abierto a lo largo de su historia. La síntesis del pensamiento pedagógico universal tiene entonces como condición su articulación en una perspectiva dialéctico-integradora pues es esta perspectiva lo que posibi-lita la conversión de la educación en un instrumento de liberación humana.
10. Para
todos los pueblos de Latinoamérica -como en el caso de los pueblos que habitan
el sureste mexicano- la demanda de una educación
autónoma ha aparecido como una impronta distintiva de los movimientos
indígenas que, en busca de la emancipación política y de la liberación social,
aspiran a la consolidación de escuelas
autónomas en las que la formación educativa no esté determinada por fines o
actores ajenos a las comunidades locales. Es cierto que aún son poco visibles
las innovaciones en los proyectos de educación alternativa; pero en los
Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ) se han establecido cerca de
500 escuelas de educación autónoma
que pertenecen a las bases de apoyo que trabajan con el Ejército Zapatista de
Liberación Nacional (EZLN). Por supuesto, los temas que son trabajados en el
marco de estas escuelas son articulados en torno de las necesidades, los
intereses y los contextos de aprendizaje que se llevan a cabo al interior de
las comunidades autónomas.
Desde hace más de 15 años, los MAREZ se han dado a la tarea de «descolonizar» la educación; ¿de qué modo?, legitimando los conocimientos críticos y culturales del campesinado joven del pueblo Maya (indígenas chiapanecos cuyos conocimientos son desarrollados y transmitidos en lenguas tzeltal, tsotsil, ch’ol o tojolab’al, además de lo que en esos territorios llaman la “castilla”. De este modo el pensamiento zapatista se nutre de las diferencias culturales que les habitan procurando romper las fuerzas del desarraigo y la colonialidad. A propósito de esto véase los escritos de Baronnet (2011), Soriano González (2012) y Torres Rivas (2012).
Desde hace más de 15 años, los MAREZ se han dado a la tarea de «descolonizar» la educación; ¿de qué modo?, legitimando los conocimientos críticos y culturales del campesinado joven del pueblo Maya (indígenas chiapanecos cuyos conocimientos son desarrollados y transmitidos en lenguas tzeltal, tsotsil, ch’ol o tojolab’al, además de lo que en esos territorios llaman la “castilla”. De este modo el pensamiento zapatista se nutre de las diferencias culturales que les habitan procurando romper las fuerzas del desarraigo y la colonialidad. A propósito de esto véase los escritos de Baronnet (2011), Soriano González (2012) y Torres Rivas (2012).
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